El pasado día de Nochebuena salimos Alberto, María y yo hasta un pueblo en la montaña leonesa, Valdorria. Y tras la subida en coche por las recurvas heladas, patinando las ruedas, llegamos a ese pueblo olvidado, colgado allá arriba, unido con el resto del mundo tan sólo por una estrecha carreterilla que serpentea por la ladera.
Una vez allí la idea era llegar hasta la ermita de San Froilán, más colgada aún de las montañas que el propio pueblo. Se trataba de un paseo corto, siguiendo una senda por la que en su día, tanto el santo, como el burro y el lobo, habían sido capaces de subir para levantar la ermita como si tal cosa. La senda estaba helada en algún tramo, así que mis acompañantes decidieron parar a mitad de camino para ver cómo llegaba hasta la ermita, recortada en la montaña.
Ayer Alberto me envió esta foto, en la que aparezco llegando a la ermita, allí colgado. Y no puedo evitar el recordar lo torpe que me sentí aquél día. Y lo torpe que me siento ahora viendo la foto. Me he acostumbrado tanto a no tener que estar atento de hacia dónde dirijo mis pasos, dónde he de poner mis pies, a no mirar más allá de la pantalla del ordenador, o del morro de mi coche, que aquél día me sentí el ser más torpe de la tierra, rodeado de vértigo, en un camino que no hace tanto tiempo recorrí con seguridad y ligero.
Echo de menos esos caminos, y aunque no me lo digan, estoy seguro de que ellos también me echan de menos a mí, y a muchos otros.
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