domingo, 9 de octubre de 2011

Volveré

Creo recordar que el primer día que conocí a Ricardo ya me habló de un triatlón que se celebra en Zahara de la Sierra, en Cádiz. La verdad es que no le conocía de nada, y me sorprendió el entusiasmo con el que me explicó todos los detalles de esa prueba. Ahora que le conozco más, sé que todo a todo lo que hace le pone mucho empeño e ilusión, y lo cuenta con mucho entusiasmo. Pero creo que sin duda en este caso, no exageraba.

Zahara se encuentra colgada debajo de una peña, en sus laderas, divisando imponente el fondo del valle donde se encuentra el embalse en el que se celebra el tramo de natación. A las ocho de la mañana del pasado sábado, a la hora del amanecer, el levante soplaba con fuerza, y las aguas parecían más cercanas al mar cantábrico que a un embalse de agua dulce. A decir verdad me levanté sin nervios, que siempre son habituales antes de empezar cualquier prueba. Quizás el saber que al acabar la bici finalizaría mi aventura ayudaba a estar más tranquilo.



Marejada con rachas de fuerte marejada, eso es lo que se veía desde los boxes, donde todo el mundo charlaba y se saludaba. Quizás sea el carácter andaluz, pero me dio la impresión de que al entrar al agua todo el mundo estaba más relajado que en otras pruebas. Todos charlaban, se saludaban y se daban ánimos. Sin duda, una fiesta.

Entre el viento y las olas trascurre el primer sector. Me da por pensar en lo torpes que somos. Seguramente, si fuésemos arenques o anchoas estaríamos más que en peligro de extinción. La capacidad de orientación en el agua es nula, y en grupo más aún. Cualquier parecido con una línea recta entre boyas debe ser pura coincidencia. Aunque por suerte, desde dentro no lo vemos. Dos vueltas, algún trago de agua, y a la transición. Sin prisa pero sin pausa. Algún pequeño enganche con el chip, habitual por otra parte en mí (algún día me decidiré a cortar un poco las 'piernas' del neopreno), y a la bicicleta.

Por delante 90 km, dos puertos y mucho viento. La subida al puerto de las Palomas comienza ya nada más salir del box. Sobre el papel es el puerto más duro, pero las piernas aún están intactas y lo subo con ganas, siempre pensando en guardar para todo lo que queda. El viento de cara hace que determinadas rampas parezcan muros, y paso al lado de los pinsapares que visité en su día, en un viaje de botánica. La subida es preciosa, de postal, con una curva tras otra, que permite ver a los que van por delante y a los que vienen detrás. Y ya en la cima, el avituallamiento... sin palabras. Agua o isotónico, siempre en bidones. Plátanos, barritas energéticas, geles y ánimos, muchos ánimos. Y avituallamientos como éste, unos cuantos más.

La bajada se hace peligrosa por momentos, sobre todo porque a la vuelta de cualquier curva una ráfaga de aire puede hacer que la bici se tambalee. Y en una de esas curvas aparece un guardia civil avisando de un accidente. Un compañero tirado en el asfalto, inmóvil y con collarín... los pelos se ponen de punta. En toda la carrera yo no veo más accidentes, pero otros compañeros aseguran que han visto al menos otro par de ellos, todos en las bajadas por culpa del viento.

Hasta la siguiente subida se suceden los kilómetros, ni uno llano, por los pueblos blancos de la sierra de Grazalema. Y comienza el puerto del Boyar. Sobre el papel, más suave. Sobre la bicicleta, interminable. Diez, doce. Diez, doce. Esa era la velocidad máxima de mi subida. Con el piñón más grande metido la mayor parte del tiempo, los kilómetros pasan lentamente para todos. El Titán comienza a presentarse en su máximo esplendor, hasta el momento sólo ha sido un aperitivo. Llegado a la cima, una pequeña bajada y otros tres kilómetros para ascender 'las palomillas' de nuevo al puerto de las Palomas pero por la vertiente que bajamos hace unas horas. Las rampas más duras y la vista más espectacular al llegar arriba.

La bajada disfrutona, para descansar pero sin relajarse en las curvas, que también se hacen peligrosas. Yo para dejarme ir ya camino de la meta. El resto relajando para lo que les espera, el último tramo de carrera.

Me retiro y finalizo en el hostal, a 100 metros del arco de meta, donde veo llegar, con cierta envidia, a los primeros clasificados, a los del medio y a los últimos, entre las palmas y vítores de los entregados acompañantes y vecinos. Y justo allí, en la plaza donde otros relajan sus cuerpos de titanes, decido que volveré, esta vez sí, para acompañarles hasta el final.

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