martes, 11 de diciembre de 2007

La carrera del siglo

Lo encontré por internet. Es un artículo de Santiago Segurola, para El País.
Dos atletas que dejaron huella en lo deportivo, y puede que en algún aspecto más.
Me ha gustado.

"El 1 de agosto de 1980, el mundo era un lugar de confusión y convulsiones. La invasión soviética de Afganistán había convertido la guerra fría en un asunto muy caliente. Las grandes decisiones estratégicas alcanzaban cualquier aspecto que permitiera a la vez el conflicto y la propaganda. El deporte no era una excepción. Y los Juegos Olímpicos, mucho menos. Aquel verano, los Juegos se celebraban en Moscú, en lo que estuvo a punto de parecerse a un asunto interno de los países de la órbita soviética. Margaret Thatcher gobernaba con su puño derecho en el Reino Unido y Jimmy Carter estaba a punto de traspasar la presidencia a Ronald Reagan. Un traspaso por aclamación. El mundo estaba dividido como nunca y todos se esforzaban por acentuar las heridas. El 1 de agosto de 1980 no había atletas estadounidenses en la pista del estadio Olímpico de Moscú, ni alemanes, ni chinos. Los Juegos estaban a punto de cerrarse, no sin algunas actuaciones memorables, como la del gimnasta soviético Ditiatin, ganador de ocho medallas de oro, o la de su compatriota Vladimir Salnikov, el primer nadador que bajó de la barrera de los 15 minutos en los 1.500 metros. Pero los Juegos estaban en crisis. Más aún, su futuro era más que incierto. Los gobiernos occidentales habían presionado a sus deportistas para impedirles la participación en Moscú, en algunos casos con éxito, en otros con la abierta oposición de los atletas, que se enfrentaron en condiciones precarias a las enormes presiones de sus dirigentes. Muchos viajaron y triunfaron, pero en medio de la sensación de marginalidad que se proyectaba desde la mayoría de países de Occidente y también varios de Oriente. Aquellos Juegos parecían destinados a un fracaso colosal, con independencia de las gestas de los deportistas. Sin embargo, el 1 de agosto de 1980, los británicos Sebastian Coe y Steve Ovett salieron de las catacumbas del estadio, entraron en la pista y se dispusieron a acometer quizá la carrera más trascendente de la historia del deporte moderno.

Puede que sin esa carrera, la final de 1.500 metros que determinó una época, nada hubiera detenido el destino de los Juegos. Al fin y al cabo, se trataba de uno de los grandes acontecimientos populares de nuestro tiempo. Pero no es insensato pensar que sin esa carrera, y sin la memorable que la precedió seis días antes, el atletismo, los Juegos, una manera de interpretar el deporte, se habría desarrollado de manera diferente durante algún tiempo. Aquella final fue crucial por varios aspectos: porque salvó los Juegos, porque quizá salvó el futuro de los Juegos, porque de alguna manera fue acto de rebeldía de dos fabulosos atletas contra las presiones del gobierno de Margaret Thatcher, porque el atletismo nunca volvería a ser el mismo y, sobre todo, porque la carrera de Moscú enfrentó a dos atletas del mismo país que, sin embargo, representaban modelos opuestos. Pocas veces el deporte ha dado dos caracteres más diferentes y dos atletas más admirables. El mundo, oriente y occidente, norte y sur, soviéticos y norteamericanos, lo sabía tan bien que nadie pudo permanecer ajeno a un duelo que todavía figura como una cima del deporte y el triunfo de un hombre que 25 años después repitió una victoria igual de sonora e insospechada. Ese hombre es Sebastian Coe, jefe de la candidatura de Londres para los Juegos de 2012, ganador de la designación en Singapur ante la sorpresa de sus rivales franceses, la misma sorpresa que sintieron los millones de aficionados al deporte que ese día creyeron que la victoria sería de Steve Ovett, el genial mediofondista inglés que le había batido seis días antes en los 800 metros.

En aquellos días no existía Carl Lewis, sino un anticipo casi juvenil de Carl Lewis que no pudo acudir a los Juegos de Moscú por el boicot estadounidense. No se bajaba de los 10 segundos en los 100 metros, Juantorena pagaba sus crónicas lesiones en los 400 y 800 metros y los fondistas kenianos atravesaban un inesperado y profundo bache. El atletismo pertenecía mayoritariamente a la Unión Soviética y a los países de su órbita política, bajo sospechas que el tiempo sólo ha confirmado. Eran los días de Marita Koch y Jarmila Kratochvilova, mujeres que batían récords mundiales que hoy resultan inaccesibles, días de dopaje programado que colocaba al atletismo en una situación de extrema desconfianza. Pero también eran los días de dos atletas ingleses, uno de Brighton, en la costa sur, y el otro un londinense del barrio de Chelsea. Uno era Steve Ovett; el otro, Sebastian Coe. Desde hacía dos años anunciaban la revolución en el atletismo a través de la fascinación que generaba su rivalidad y del asombro que producían sus marcas en el medio fondo. Aunque sólo se enfrentaron dos veces fuera de los Juegos Olímpicos, una cuando compitieron sin conocerse en un festival infantil de cross y otra en la etapa final de sus carreras, los aficionados esperaron con ansiedad las noticias de sus carreras durante seis años, entre 1978 y 1984, en la apoteosis de sus trayectorias, cuando no existía internet, la televisión trataba al atletismo como un deporte de segunda y el eco de los récords llegaba envuelto en el misterio de lo desconocido. De Oslo, de Zurich, de Coblenza, de Florencia, llegaban las noticias de sus impresionantes registros en los 800 y 1.500 metros. Y, por supuesto, en la milla, la distancia perfecta, como recoge el periodista inglés Pat Butcher en el magnífico libro (The perfect distance, editorial Weidenfeld & Nicolson) que desentraña aquella rivalidad inigualable.

Ovett y Coe. Como Bill Russell y Wilt Chamberlain en la NBA, como Joe di Maggio y Micky Mantle en el béisbol, ellos construyeron el atletismo, o al menos una forma de atletismo: el estrictamente profesional. En un momento de sus carreras fueron más grandes que el atletismo, hasta el punto de que la cadena ABC americana, que no había transmitido ni una sola prueba de los Juegos de Moscú, conectó en directo para ofrecer la final de 1.500. No había gobernantes, poderes fácticos, intereses de cualquier clase, que pudieran con el impacto de aquellos dos atletas, uno de 24 años (Ovett), otro de 23 (Coe). Tenían todo para procurar la fascinación popular: eran fenomenales en la pista y absolutamente opuestos. Así se suelen escribir las grandes historias. Ovett, hijo de una adolescente de Brighton, creció en el ruidoso ambiente del mercado central de la ciudad, donde su abuelo y su madre regentaban un colmado. Sebastian Newbold Coe era hijo de un ingeniero que se trasladó a un puesto de alta responsabilidad en una factoría de Sheffield. Su madre, Angela, era una actriz de cierto prestigio. Su hermana bailaba en el Royal Ballet. Uno era hijo de la clase obrera; el otro procedía de una familia extremadamente conservadora, y él, Seb Coe, era un tory confeso. Uno no se hablaba con la prensa británica; el otro manejaba con maestría el arte de las relaciones públicas; uno tenía un aire provocador con su camiseta roja y la hoz y el martillo en la pechera, la camiseta que el mediofondista soviético Vladimir Abramov le había regalado a Ovett; el otro era la Union Jack en movimiento. Así ocurría con todo: el poderoso Ovett, un apabullante talento natural, frente a Sebastian Coe, un producto perfectamente diseñado por su padre, hombre autoritario que dedicó toda su energía a construir un atleta excepcional a partir de un niño flaco, de aspecto frágil, un chico que en la pista de entrenamiento le llamaba Peter y en casa dad (papá).

Batieron récords, se confirmaron como los mejores del mundo y llegaron a Moscú como el gran referente de los Juegos. Hicieron caso omiso de las advertencias del gobierno inglés, a pesar de que Coe era un thatcherista a machamartillo. Llegaron para definir la supremacía en el medio fondo. Coe era el especialista en 800 metros; Ovett no había perdido ninguna de sus últimas 45 carreras en los 1.500. La cosa estaba clara, pero en realidad nunca dos personajes respondían menos a lo que se pensaba de ellos. Ovett tenía un fondo frágil, amable, generoso debajo de sus impetuosas maneras; Coe escondía una determinación de acero bajo su frágil apariencia. Pero eso no se sabía tras su derrota en la final de 800 metros, donde Ovett jugó con él ante la desesperación de su padre. "Has corrido como un coño", le dijo frente a los periodistas tras el fracaso.

Seis días después, nadie dudaba de la victoria de Ovett. Tenía la ventaja física, psicológica y estadística. Coe nunca le había vencido. Pero aquel 1 de agosto, el mundo regresó frente al televisor porque iba a cumplirse el segundo acto del duelo entre los dos ingleses, la carrera del siglo en la distancia que favorecía a Ovett. Y como casi siempre sucedió entre dos atletas que esencialmente eran lo contrario de lo que parecían, Sebastian Coe se impuso a su rival en un ejercicio de magisterio, tras seguir la zancada del alemán oriental Straub y ultimarle en los últimos 200 metros frente a la mirada sorprendida de Ovett, que se encontró con la verdadera naturaleza de su rival: un atleta de acero, implacable cuando se trataba de obtener la victoria, en la pista y fuera de ella. Cuando todo terminó, los Juegos de Moscú no fueron los mismos. Fueron los Juegos de Coe y Ovett. Y eso determinó que una edición destinada al fracaso en un mundo dividido y convulso se convirtiera en un referente para aquella generación y todas las que siguieron.
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