Otro artículo más de Santiago Segurola, para El País.
Bannister viajaba a Oxford para atacar la última frontera del atletismo. Nadie había conseguido bajar de los cuatro minutos en la milla, los 1.609 metros que acreditan el verdadero valor de los mediofondistas. El caso, que ahora puede parecer irrelevante, a la vista de marcas como la de Hicham El Guerruj (3m43,13s en la distancia), llevaba entonces a encontradas discusiones sobre los límites fisiológicos del hombre. Hasta los mejores atletas de la época dudaban de la victoria sobre lo que ellos llamaban El Muro. Era el Everest de aquel tiempo, y como el Everest merecía ser conquistado. La época reclamaba gestas a los hombres. El mundo acababa de salir de la más devastadora de sus guerras, un conflicto de orden planetario que había manifestado las peores pulsiones de la humanidad. Nueve años después del final de la Segunda Guerra, se afrontaba una era de optimismo, de confianza en el hombre y en su capacidad emprendedora. El deporte servía como perfecto escenario para esa voluntad de conquista. Edmund Hillary había conquistado el Everest en 1953, gesta de evidente contenido romántico, como aquella que Bannister se disponía a acometer junto a un grupo de estudiantes en la pista de Iffley Road.
En Oxford, almorzó con Charles y Eilenn Weldon, acompañados por las pequeñas hijas del matrimonio. Apenas se habló de la carrera, pero durante la comida Bannister sintió que era el momento de atacar la gran frontera de la milla. Allí tomó la decisión de afrontar el desafío, a pesar del viento. En realidad, todo fue inglés aquella tarde. A las desapacibles condiciones climatólogicas se añadía la nómina de atletas, todos estudiantes, unos de Londres -como Bannister y los afamados Chris Chataway y Chris Brasher- y otros de Oxford, caso de Alan Gordon y el futuro reverendo George Dole.
El hombre era Bannister, el mediofondista más acreditado de Inglaterra y el único capaz de superar el umbral de los cuatro minutos. A Bannister le corría prisa porque desde Australia le llegaban noticias de las marcas de John Landy, cada vez más cercanas a los cuatro minutos. Sabía también que no tendría muchas más oportunidades: a final de año abandonaría el atletismo para dedicarse al doctorado en Neurología. Para ayudarle acudieron Brasher y Chataway, que oficiaron de liebres. No le defraudaron, aunque durante algunos instantes de la prueba Bannister pareció contenerse. Quería un poco más de velocidad. A falta de 400 metros, el registro era prometedor, pero no suficiente: 3m00,07s. Bannister tenía que cubrir la última vuelta en menos de un minuto. Lo logró a duras penas, en un dificultoso combate contra el viento, la fatiga y las emociones. En la línea de llegada, los jueces atendían expectantes a los cronómetros. En la vieja tribuna, los estudiantes animaban con entusiasmo al atleta. En la pista, Bannister daba el aspecto de un sufriente, con el rostro descoyuntado, la boca abierta, los ojos cerrados, el pecho avanzado, en busca de un centímetro, una décima de segundo, cualquier margen que significara la conquista del muro. Así rompió la cinta aquella tarde de mayo. Su tiempo: 3m59,70s. Bannister había corrido la milla perfecta.
En este caso se trata de cómo se consiguió el récord del mundo de la milla, 1609 metros, hace ya más de 50 años, sobre una pista de ceniza.
El 6 de mayo de 1954, Roger Bannister, estudiante de medicina, se dirigió en tren desde Londres a Oxford. Por la naturaleza de su desafío, hoy en día no habría viajado solo, en segunda clase, ajeno al estrépito que producen los actuales astros del deporte. Bannister, un atleta flaco, de aspecto poco impresionante, distinguible por su rostro afilado, de pómulos muy marcados, pelo rubio y maneras educadas entre los cachorros de la clase alta inglesa, tenía una cita con la historia en el viejo estadio Iffley Road de Oxford. El lugar tampoco guardaba ninguna relación con las comodidades que encuentran los atletas que ahora persiguen los récords mundiales. Una pequeña tribuna de madera se levantaba junto a la recta principal, de ceniza naturalmente. Alrededor, un bucólico paisaje de casitas inglesas, árboles y la torre de una iglesia, presidida por la bandera de San Jorge, que ese día se agitaba violentamente en la ventisca. No era precisamente una buena noticia para Bannister. Su empresa requería la máxima colaboración de los elementos. Necesitaba las condiciones perfectas para la milla perfecta.
Bannister viajaba a Oxford para atacar la última frontera del atletismo. Nadie había conseguido bajar de los cuatro minutos en la milla, los 1.609 metros que acreditan el verdadero valor de los mediofondistas. El caso, que ahora puede parecer irrelevante, a la vista de marcas como la de Hicham El Guerruj (3m43,13s en la distancia), llevaba entonces a encontradas discusiones sobre los límites fisiológicos del hombre. Hasta los mejores atletas de la época dudaban de la victoria sobre lo que ellos llamaban El Muro. Era el Everest de aquel tiempo, y como el Everest merecía ser conquistado. La época reclamaba gestas a los hombres. El mundo acababa de salir de la más devastadora de sus guerras, un conflicto de orden planetario que había manifestado las peores pulsiones de la humanidad. Nueve años después del final de la Segunda Guerra, se afrontaba una era de optimismo, de confianza en el hombre y en su capacidad emprendedora. El deporte servía como perfecto escenario para esa voluntad de conquista. Edmund Hillary había conquistado el Everest en 1953, gesta de evidente contenido romántico, como aquella que Bannister se disponía a acometer junto a un grupo de estudiantes en la pista de Iffley Road.
En Oxford, almorzó con Charles y Eilenn Weldon, acompañados por las pequeñas hijas del matrimonio. Apenas se habló de la carrera, pero durante la comida Bannister sintió que era el momento de atacar la gran frontera de la milla. Allí tomó la decisión de afrontar el desafío, a pesar del viento. En realidad, todo fue inglés aquella tarde. A las desapacibles condiciones climatólogicas se añadía la nómina de atletas, todos estudiantes, unos de Londres -como Bannister y los afamados Chris Chataway y Chris Brasher- y otros de Oxford, caso de Alan Gordon y el futuro reverendo George Dole.
El hombre era Bannister, el mediofondista más acreditado de Inglaterra y el único capaz de superar el umbral de los cuatro minutos. A Bannister le corría prisa porque desde Australia le llegaban noticias de las marcas de John Landy, cada vez más cercanas a los cuatro minutos. Sabía también que no tendría muchas más oportunidades: a final de año abandonaría el atletismo para dedicarse al doctorado en Neurología. Para ayudarle acudieron Brasher y Chataway, que oficiaron de liebres. No le defraudaron, aunque durante algunos instantes de la prueba Bannister pareció contenerse. Quería un poco más de velocidad. A falta de 400 metros, el registro era prometedor, pero no suficiente: 3m00,07s. Bannister tenía que cubrir la última vuelta en menos de un minuto. Lo logró a duras penas, en un dificultoso combate contra el viento, la fatiga y las emociones. En la línea de llegada, los jueces atendían expectantes a los cronómetros. En la vieja tribuna, los estudiantes animaban con entusiasmo al atleta. En la pista, Bannister daba el aspecto de un sufriente, con el rostro descoyuntado, la boca abierta, los ojos cerrados, el pecho avanzado, en busca de un centímetro, una décima de segundo, cualquier margen que significara la conquista del muro. Así rompió la cinta aquella tarde de mayo. Su tiempo: 3m59,70s. Bannister había corrido la milla perfecta.
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