Hace dos semanas estuve de vacaciones, pues aún me quedaban ocho días del año pasado, que estaban reservados para un viaje a Nueva York en noviembre al que al final no pudimos (María y yo) ir.
Así que cambiamos la ciudad de los rascacielos por Navarra, y más concretamente un pueblo, Mendavia, donde la construcción más alta es el campanario de la iglesia.
Se trata de un pueblo muy cerca de Logroño, a la orilla del río Ebro, donde son característicos los espárragos, pimientos y uvas, todos con su correspondiente denominación de origen. Así que igual en altos edificios sí que tengan que envidiar a la gran manzana, pero en el resto, como se ve, pues no.
Uno de los días, por aquello de dejar mis huellas en más caminos, decidí salir a correr por la vega del río. El día, según algunos, no era muy bueno. Nublado, lloviznando, y lo peor, con mucho viento. Salí del pueblo y me dirigí por el camino de Legarda hacia la iglesia del mismo nombre, que está separada del pueblo y que imagino que antes sería parte de un monasterio. Después, entre los cultivos, me fui perdiendo por los caminos, alejándome cada vez más del pueblo, hasta que me topé de frente con el Ebro.
Lo recordaba de otras veces, de verlo en Zaragoza, y siempre me había impresionado la cantidad de agua que llevaba. En cambio, esa mañana, me pareció un río triste, sin fuerza, que añoraba más agua procedente de la nieve de la montaña y de las lluvias que este invierno no han venido. Así que en medio de la corriente, ahora muy suave, se atrevían a reunirse garzas, ánades y cormoranes.
Decidí entonces volver, remontando el curso del Ebro por un camino paralelo, con el aire en contra, empapado por la lluvia. Y un par de kilómetros después abandoné la orilla del río para dirigirme de nuevo, por el camino de Legarda, hasta el pueblo. Entre la lluvia se podía adivinar el campanario de la iglesia, elevado sobre el resto de las construcciones, como si de un faro se tratara.
Lo dicho, no tendrá grandes edificios, pero para mi gusto, me quedo con Mendavia.
Así que cambiamos la ciudad de los rascacielos por Navarra, y más concretamente un pueblo, Mendavia, donde la construcción más alta es el campanario de la iglesia.
Se trata de un pueblo muy cerca de Logroño, a la orilla del río Ebro, donde son característicos los espárragos, pimientos y uvas, todos con su correspondiente denominación de origen. Así que igual en altos edificios sí que tengan que envidiar a la gran manzana, pero en el resto, como se ve, pues no.
Uno de los días, por aquello de dejar mis huellas en más caminos, decidí salir a correr por la vega del río. El día, según algunos, no era muy bueno. Nublado, lloviznando, y lo peor, con mucho viento. Salí del pueblo y me dirigí por el camino de Legarda hacia la iglesia del mismo nombre, que está separada del pueblo y que imagino que antes sería parte de un monasterio. Después, entre los cultivos, me fui perdiendo por los caminos, alejándome cada vez más del pueblo, hasta que me topé de frente con el Ebro.
Lo recordaba de otras veces, de verlo en Zaragoza, y siempre me había impresionado la cantidad de agua que llevaba. En cambio, esa mañana, me pareció un río triste, sin fuerza, que añoraba más agua procedente de la nieve de la montaña y de las lluvias que este invierno no han venido. Así que en medio de la corriente, ahora muy suave, se atrevían a reunirse garzas, ánades y cormoranes.
Decidí entonces volver, remontando el curso del Ebro por un camino paralelo, con el aire en contra, empapado por la lluvia. Y un par de kilómetros después abandoné la orilla del río para dirigirme de nuevo, por el camino de Legarda, hasta el pueblo. Entre la lluvia se podía adivinar el campanario de la iglesia, elevado sobre el resto de las construcciones, como si de un faro se tratara.
Lo dicho, no tendrá grandes edificios, pero para mi gusto, me quedo con Mendavia.
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