Cuando salgo a correr o en bicicleta, vaya a donde vaya, acabo con una cuesta arriba. Al correr, siempre bajo al parque, a la Dehesa, así que a la vuelta, cuando ya tengo las piernas cansadas, me toca dar el último apretón para conseguir superar la última subida.
Y en la bici, más de lo mismo. Unas veces más, otras menos, dependiendo de la ruta que toque, pero siempre me espera el último repecho. Y ese repecho, aunque sólo lo sufro al final, me acompaña todo el tiempo, desde que cruzo el umbral de la puerta. A cada zancada pienso que me queda un poco menos, unos metros menos, unas pedaladas menos...
Y llega el momento. Me encuentro con la cuesta cara a cara, y decido cómo he de subirla. Hay días que no me apetece ni lo más mínimo, así que levanto la cabeza, bajo el ritmo, e intento subir lo más dignamente que puedo. Otros días, en cambio, la ataco con ganas, en progresión, notando cómo incremento el ritmo poco a poco, pensando que es menos pendiente que otros días, y que no podrá conmigo.
Pero de un modo u otro, con más ganas o con menos, con algo más de fuerza o fuera de punto, siempre consigo llegar a la cima. Entonces, sin parar de correr, sin parar de dar pedales, respiro profundamente un par de veces, me relajo, y me dejo llevar de nuevo hasta casa.
Será que, en el fondo, le estoy cogiendo cariño a la condenada cuesta.
1 comentario:
Cuesta la cuesta ¿eh?
Es como todo, las odias cuando estás en pleno esfuerzo, una vez coronada te das cuenta que no somos nada sin ese esfuerzo extra.
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